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Es poco frecuente tener buena relación con personas de tres generaciones distintas de la misma familia, cuando no se trata de tu familia de sangre. Pero esta es la historia verídica de cómo a mí sí me ha sucedido. Soy un varón de 50 años, y me gusta tener cerca a mujeres atractivas, como a casi todos. Por eso, cuando conocí a Mabel hice lo posible por seducirla, con la inmensa suerte de conseguirlo con facilidad.

Mabel acaba de cumplir 30 años, aunque tiene carita de adolescente y su edad mental se podría definir como de niña, dada su dulce inocencia. Todo ello, unido a su cuerpo de diosa, con unas esbeltas piernas, su estrecha cintura y sus grandes pechos, la convierte en un objeto de deseo de primer orden. O al menos para mí. Desde el primer momento en que la vi, sentí cómo todo mi ser se estremecía de excitación.

El día que Mabel entró en mi vida yo estaba fumando solo, sentado en el sofá de casa de unos amigos, que celebraban una pequeña fiesta en su ático. Los invitados y los anfitriones bebían y bailaban, y al percatarme de que nadie había oído el timbre de la puerta, acudí yo mismo a abrir.

Era verano, y la hermosura que llamaba vestía lo que parecía una camiseta de tirantes de andar por casa, y unos pantaloncitos cortos deportivos. Al verla experimenté una erección automática.

-Hola, preciosa, ¿qué querías?

-Hola, señor. Creo que es ya tarde, y la música está alta. ¿Podrían bajarla un poquito, por favor? Soy Mabel, la vecina de abajo.

La gente de la fiesta seguía a lo suyo. Nadie se había percatado de que yo hubiese abierto la puerta, y menos aún de que al otro lado estuviera ese bombón con voz de angelito y unas tetas de vicio. Probé suerte con la chiquilla.

-Mira, mejor vamos a hacer otra cosa. Te bajas a casa, te arreglas y acudes al pub que hay dos calles más abajo. Allí estaré esperándote.

-Pero yo quería dormir, no salir por ahí...

-Anímate. ¿Cuánto hace que no vas a tomar algo?

-Buf, ni me acuerdo, señor. Vale, acepto.

Cerré la puerta. No me lo podía creer, pero estaba sucediendo. Me despedí de la gente con una excusa tonta y acudí al pub. Al poco rato, apareció Mabel. Casi me atraganto con el cubata cuando se acercó a mi mesa. Sus caderas seguían el ritmo de la música y sus tetazas se bamboleaban también al son, pareciendo querer salirse del escote, generoso como su sonrisa. Una minifalda tapaba de milagro su entrepierna, dejando al aire aquellas piernas espectaculares, realzadas con unas sandalias de tacón alto.

-Hola, señor. Me he arreglado rápido y aquí estoy. Menos mal que usted ha venido, porque me da un poco de vergüenza cómo me miran todos los hombres. ¿Puedo sentarme a su lado?

-Claro, Mabel. No me extraña que te miren tanto, te has puesto preciosa.

-Ay, gracias. Si no le importa, le agarraré del brazo para que me dejen en paz.

Mabel se aferró a mí, de modo que inevitablemente apoyó también una teta en mi costado, sentada con las piernas cruzadas. El contacto físico y visual con esa criatura me estaba volviendo loco. Intenté contenerme y le puse mi mano en su muslo mientras buscaba un tema de conversación.

-Antes no llevabas sujetador, hermosura.

-Ya, es que iba con la ropa de casa. Pero como tengo las bubis tan grandes, para salir a la calle me lo pongo. Si no, se marcan los pezones y todo. Me está haciendo un poco de daño en la pierna, señor.

-¿Puedes soportarlo?

Me oía y no podía creer lo que estaba diciendo. En vez de templarme o disculparme, mi estado febril me empujaba a mostrarme cada vez más firme. Pero su respuesta fue todavía más inverosímil.

-Puedo soportarlo, sí. No sé por qué, pero me gusta que lo haga. Con usted me siento bien. Y disculpe por lo del sujetador. Si lo desea, me lo puedo quitar en el baño.

Asentí con la cabeza y volvió enseguida a mi lado. Como en un milagro de levitación, las ubres se sostenían y dibujaban perfectas bajo su top.

-Ya está, señor. ¿Lo ve? Hasta los pezones se notan una barbaridad, buf. ¿Me permite?

Mabel me abrazó para ocultar su enorme busto tan a la vista, y aplastó los dos melones en mi pecho. La cercanía total con ella hizo que mi polla luchara por emerger, formando una pirámide en mi pantalón. Su carita estaba a escasos centímetros de la mía, con sus grandes ojos de cervatilla clavados en los míos, bizqueando con gracia. Sus labios húmedos, entreabiertos, dejaban ver la punta de su lengua.

-Me está agarrando del culito, señor. Menos mal que nos tapa la mesa, que si no menudo escándalo...

-¿Te gusta?

No contestó. Fue ella la que puso su boca en la mía, como en un ritual de entrega sin vuelta atrás. En un momento estábamos en su casa, ella cabalgando sobre mí, mientras se seguía oyendo la música de la fiesta de arriba. Nos dio igual, porque acabamos durmiendo abrazados.

A la mañana siguiente, Mabel me despertó con su succión. Estaba a cuatro patas entre mis piernas, mirándome solícita con mi polla en la boca. Hundí su cabeza con fuerza y le serví su desayuno de semen.

-Buenos días, señor. Gracias por su corrida, estaba muy rica.

-Hola, encanto. Un placer darte tu ración. Eres un sueño.

-Usted lo es también para mí. Me gustó mucho que me citase en el pub. Los hombres me miran pero no se atreven a entrarme así. Mi mamá dice que es porque parezco menor de edad. ¡Y ya tengo 30 años!

-Vaya, nadie lo diría. No dejas de sorprenderme.

-Pues quizás siga haciéndolo, señor. Hoy tengo visita en la residencia de mi hija, Carla. Debo irme ya. Si quiere, puede acompañarme.

Por supuesto, fui con ella a esa residencia. Resultó ser una especie de colegio mayor femenino, en el extrarradio. Mabel aparentaba ser una adolescente, y en consonancia, su hija de 13 años parecía una niña. Pero qué niña. Respiraba la misma sexualidad desbordante de su madre, y más aún con el uniforme de colegiala que lucía con gracia.

-Hola, hija mía. Hoy no viene la abuela, pero me ha acompañado este señor.

-Buenos días, señor. Soy Carla, la hija de Mabel.

Su voz, sus movimientos, la forma de llevar la ropa, su mirada, hasta su olor, eran una incitación inequívoca a la violación. Estábamos en una salita de visitas, los tres solos. Cuando la niña vio que su madre se comportaba conmigo con cercanía, se unió a nosotros.

-No molestes al señor, Carla.

-No me molesta, Mabel. Es una niña muy cariñosa y me gusta.

-Gracias, señor. Mi mamá es tan guapa que me da envidia. Cuando sea mayor, quiero tener las bubis tan grandes como ella. Mire, ya me están creciendo...

La niña se desabrochó la blusa y mostró sus tetas en desarrollo. Yo no podía creer lo que me estaba pasando. Tenía a mi merced a Mabel, que sin duda se había enamorado de mí, y además su hija me incitaba a follármela. Tan claramente que ya estaba sobre mí, frotando su coñito con mi paquete.

Mabel dio por sentado que eso era lo que pasaría, así que no lo impidió. Más aún, lo favoreció. Agarró a su hijita por la nuca y acercó su boca a la mía, como reproduciendo su acto de la noche anterior. Carla manipuló con destreza nuestros bajos y en un momento me bajó la bragueta y retiró su braguita infantil a un lado, para ser desvirgada. Mabel decidió participar, siquiera en el beso chorreante que acabó siendo a tres mientras yo me corría en las entrañas de la niña.

Ya en casa de Mabel, yo descansaba recostado en un sillón cuando ella se acercó gateando hasta mí.

-Señor, le agradezco que haya sido usted quien ha desvirgado a mi hija. Acabo de conocerle, pero sé que nadie lo habría hecho mejor. Necesito ser suya, y que Carla lo sea también. Espero estar a la altura de su maravillosa personalidad arrolladora, señor.

-Soy yo el que estoy muy agradecido a tu comportamiento y al de tu niña. Pero dime, ¿por qué vive en una residencia, y no contigo?

-Eso fue una decisión de mi mamá, señor. Ella consideró que Carla debía estar alejada de mí, por no sé qué cuestiones de genética o algo así. Desde que cumplió cinco años, vive en residencias. Pero sí puedo ir a verla cada semana; eso me consuela.

-Qué historia más rara...

Antes de poder seguir averiguando los detalles de la relación de Mabel y Carla, escuché que la puerta de su casa se abría. Una joven extremadamente tetuda, muy bella y sensual, apareció ante nosotros.

-Hola, mamá.

-¿Quién es este hombre, Mabel?

-Permítame que me presente, señora. Soy el dueño de su hija.

-¡Dios mío, tenía que ocurrir y ocurrió!

La joven, que no lo debía de ser tanto si era la madre de Mabel, se arrodilló sollozando en el suelo. Yo no entendía nada, pero aproveché para mirar mejor ese par de tetas gigantes, que rozaban el suelo mientras su propietaria seguía llorando.

-Pero mamá, no pasa nada. El señor es bueno conmigo y con Carla.

-Hija mía, he intentado evitar esto durante toda tu vida. Cuando papá te violó mientras dormías, me prometí que Carla y tú tendríais una vida mejor que la mía.

-Y la tenemos, mamá. El señor la ha convertido en maravillosa.

La madre de Mabel dejó de llorar y se arrastró hasta mí. Vista de cerca, seguía pareciendo una chica joven, con el fabuloso añadido de sus tetas inmensas, el doble de grandes que las de su hija. Su visión me endureció más la polla, y me escuché a mí mismo hablando excitado de nuevo.

-Puta, no sé ni cómo te llamas, pero espero no verte nunca si no es como ahora, postrada a mis pies. Acabo de desvirgar a tu nieta y ahora te ordeno que te saques las tetazas y me las ofrezcas para aporrear.

Mis palabras enmudecieron el ambiente. La madre de Mabel me miró sorprendida y obedeció. Tras pegarle una pequeña paliza que enrojeció sus ubres enormes, acertó a decir algo más.

-Señor, le pido mil disculpas por dirigirme a usted sin respeto. Permítame explicarle mi situación, no sin antes darle las gracias por sus golpes.

-Habla, cerda.

-Me llamo Fina. Me casé muy joven con el padre de Mabel, tras quedarme embarazada de ella. Cuando supe él la preñó, tuvimos una discusión y murió atropellado en la puerta de casa. Cuando Carla cumplió cinco años, la separé de Mabel, intentando que sus vidas fueran mejores. Las tres tenemos una maldición: somos masoquistas, parecemos mucho más jóvenes, rezumamos sexualidad y nuestras mamas crecen demasiado. Es una cuestión genética.

-Me parece que olvidas ciertos aspectos, por muy mayor que seas ya. ¿Cuántos años tienes?

-Tengo 45, señor, aunque ya sé que aparento no más de 25. ¿Qué es eso que olvido?

-Cuando una mujer acepta su condición de masoquista, su vida cambia y disfruta con alegría las humillaciones, el dolor y la entrega total. Y cuando una mujer aparenta menos edad de la que tiene, rezuma sexo y tiene las tetas gordas, atrae más a los hombres. Eso es bueno, si os encontráis a alguien como yo.

-¿Entrega total? Me mojo sólo de escucharle, señor.

-Fina, eres una cerda, y ese será tu nombre a partir de ahora, ¿entendido?

-Soy una cerda, soy la cerda, señor.

-Muy bien. Entiendo que tú eres la que ha controlado el destino de tu nieta hasta ahora. Llama a la residencia y que la traigan. Me ha gustado mucho su coñito apretado.

-Como usted ordene, señor.



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