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«Dado que el curso catastrófico de la historia presente (la “reacción en cadena”) escapa, por un tiempo cuya duración es imposible de prever, a nuestra acción, no se puede teorizar acerca de ella si no es restaurando de una manera u otra la posición separada y contemplativa de la filosofía de la historia. Así que también en esto puede practicarse una “ascesis bárbara”, opuesta a la falsa riqueza de las teorías prolongadas o reconstituidas. Cuando el barco hace agua, ya no hay tiempo para disertar con erudición sobre la teoría de la navegación: hay que aprender rápidamente a construir una balsa, aunque sea rudimentaria.» (Jaime Semprún, El Fantasma de la Teoría, 2003)

Cuando no ha quedado más que construir una balsa, lo que no es poco, es mejor reconocer que sólo se ha podido eso, y no tratar de venderla como si fuera una gran teoría o, peor aún, la gran teoría. A juzgar por el acento de algunas discusiones en el medio revolucionario, esa sensatez no suele ser la tónica dominante. Más bien dan la impresión de que la teoría revolucionaria definitiva ya ha sido establecida y debidamente certificada, y que todo lo que queda por hacer es protegerla de tergiversaciones y demostrar el error de todas las demás aspirantes al trono.

En vista de eso, no se puede decir que estemos mejor que al comienzo de este siglo, cuando aún se podía pensar que la reanudación de la historia estaba en vías de hacer surgir una teoría revolucionaria acorde con la conflictividad social que crecía por todas partes. Los espejismos nacidos de la oleada antiglobalizadora ya habían mostrado la futilidad del altermundismo, y la fuerza que había sido reunida para protestar contra las cumbres del poder parecía madura para ser aplicada a una mejor causa. Esa era, al menos, la perspectiva que en gran medida le daba sentido a la actividad del pequeño núcleo de agitadores que en esos años intentábamos, de alguna forma, prefigurar el giro hacia una mayor radicalidad.

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En los ambientes de la crítica social radical, algunos con edad suficiente recuerdan el 2004 por la inaudita explosión de ira desatada que a fines de ese año sacudió al centro de Santiago durante la cumbre APEC. Pero pocos recuerdan que ese episodio fue precedido por la inesperada aparición, en la marcha del primero de mayo, de una columna que se separó visiblemente del resto de la procesión mientras coreaba consignas contra el trabajo y por la lucha de clases.

Ese "Bloque Anticapitalista", que es como se hacía llamar, fue el resultado de meses de discusiones entre varios grupos interesados en hacer valer una posición de autonomía con contenidos radicales. Hasta entonces la mayoría de ellos, sin embargo, sólo se distinguía del resto de la izquierda por poner el prefijo "anarco" antes de la palabra "sindicalismo" y por creer que la revolución era más un asunto de cooperativismo que de reivindicación salarial; mientras hacían gala de conformismo al atribuirle una cualidad "libertaria" a todo lo que les gustaba de este mundo, ya fuese el trabajo (previamente "dignificado por la lucha de clases"), las fiestas o la comida vegetariana. Nuestro colectivo, que llevaba un tiempo publicando la revista Antagonismo, se integró a ese bloque en formación llevando sus propias ideas y algunas copias del Manifiesto contra el trabajo del grupo Krisis, para que sirviera como base de la discusión. A muchos de los anarquistas participantes la idea de rechazar el trabajo asalariado les pareció disparatada, pero la de rechazar el trabajo a secas les hizo perder la cabeza. Algunos de ellos, indignados, abandonaron la coordinación después de ásperas discusiones en las que parecían no haber hecho más que dar vueltas en círculos. Los demás hicieron suyo el enfoque contra el trabajo, e iniciaron un viaje que con el tiempo les llevaría a adoptar términos que hasta entonces casi nadie pronunciaba sin ruborizarse, tales como "proletariado", "fetichismo de la mercancía" y "comunismo".

Pero nuestro objetivo, al "contaminar" la columna libertaria con textos situacionistas y con el Manifiesto del grupo Krisis, no era hacer que se adoptaran nuevas consignas o una nueva terminología. Más bien queríamos introducir una perspectiva, un tipo de reflexión crítica que, aún cuando no la considerásemos suficiente, nos parecía necesaria para el surgimiento de una teoría revolucionaria capaz de "designar en la realidad social aquello que hay que combatir prioritariamente para transformarla". En ese empeño, habíamos hecho tres aprendizajes que en cierto modo marcarían el rumbo de la crítica radical en Chile: el primero, tomado principalmente de la agitación situacionista, era que el proletariado necesita su propia práctica teórica y que a falta de ella su extravío en los pantanos de la ideología es inevitable; el segundo, tomado de las herejías comunistas del siglo veinte, era que la división del movimiento revolucionario en un ala marxista y otra anarquista podía y debía ser superada; y el tercero, inspirado sobre todo por nuestros contactos con el grupo Critica Radical del nordeste de Brasil, era que los arcanos de la crítica del valor y del fetichismo mercantil podían ser articulados de un modo fecundo con las luchas inmediatas de los explotados.

Hoy sabemos que si uno de esos tres elementos falta, es difícil que los otros se sustraigan a la corrupción ideológica, y que hasta cierto punto este ha sido el sino de la crítica radical en nuestra región. El giro hacia una mayor radicalidad ha sido más bien aparente, y a falta de condiciones propicias ninguna teoría revolucionaria ha surgido.

2

Ciertamente, no bastaba con quererlo. El acoplamiento entre la crítica radical y las luchas inmediatas, condición previa para cualquier teoría revolucionaria, sólo podía darse en condiciones específicas, que sin embargo el propio desarrollo de los conflictos y sus límites inherentes fueron disolviendo. Las irrupciones estudiantiles del 2001, 2005 y 2006 habían sido lo bastante antiformistas como para que su dinámica sintonizara espontáneamente con la crítica radical, pero la pausa que siguió a la "revolución pingüina" dio tiempo para que en su interior se estructurasen sus contenidos reivindicativos, lo que dio fuerza a sus representaciones oficiales e hizo que en los levantamientos posteriores esa sintonía en gran parte se perdiera.

En el mismo período, en los ambientes en que la crítica radical había empezado a arraigar, se desarrolló una fuerte tendencia insurreccionalista que, espoleada por la creciente conflictividad social, pero en cierto modo dándole la espalda, decidió "pasar a la ofensiva" con métodos de guerrilla urbana. Ese viraje tuvo la consecuencia obvia de una represión focalizada contra los entornos en los que habíamos agitado nuestras críticas. El tejido de relaciones que allí existía fue quedando deshecho al no poder reconstituir sus espacios de vida y de organización, ni sus vínculos con el medio social circundante. Y bien: sin ágora no hay diálogo, y sin diálogo no hay teoría posible.

Ambos fenómenos, la consolidación de la protesta estudiantil como movimiento reivindicativo liderado por sus representantes oficiales (hoy son parlamentarios), y la destrucción violenta del tejido social en que convivían anarquistas, libertarios y comunistas radicales, hicieron que una parte considerable de la energía del rechazo fuera absorbida por el llamado "anarquismo plataformista", que envalentonado por esa infusión no tardó en renunciar incluso a ese fantasmal vestigio revolucionario, para transformarse en una "izquierda libertaria" electoral, fórmula que unos pocos años antes habría parecido un absurdo increíble. La reactivación de formaciones leninistas universitarias que se creían ya exhaustas, fue otro efecto de la implosión de la potencia autónoma y radical que había empezado a desarrollarse con el cambio de siglo.

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Tales condiciones permitieron que, en el mejor de los casos, cierta actividad proto-teórica persistiera subterráneamente en forma de traducciones, arqueología revolucionaria y publicaciones periódicas irregulares. No es que en ese período -el que va desde la "revolución pingüina" hasta mediados de la década siguiente- el puñado de compañeros que formaban la tendencia radical no estuviese haciendo esfuerzos sinceros en pos de una teoría revolucionaria. De ello dan fe los medios que pusieron en circulación, como Correo Proletario segunda época (2006 y 2008), Comunismo Difuso (2009 y 2012), el sitio web comunizacion.org (2008 a 2015), Revolución Hasta el Fin (2014) y Anarquía & Comunismo (2014 a 2018); medios concebidos como órganos de agitación de unas posiciones políticas determinadas, como recursos para la propaganda y la referenciación, y que como tales encarnaron al "viejo topo" que horada el subsuelo de la sociedad cuando las condiciones son adversas... pero que en ningún caso se podrían considerar como expresiones de una teoría revolucionaria desarrollada.

Pues en esto, como en todo lo tocante a la contestación social, la voluntad dista mucho de ser suficiente. Si las condiciones históricas no imponen la férrea necesidad de una investigación teórica rigurosa y organizada, o si aún habiéndola impuesto los revolucionarios no están en posición de reconocerla en su índole objetiva independiente de lo que les dicten sus deseos, entonces dicha práctica sencillamente no ocurrirá, y en su lugar se desarrollarán los sustitutos que el momento pueda hacer surgir, y nada más. En Chile la corriente radical, despojada de un terreno propicio para producir teoría revolucionaria, en cambio construyó una balsa hecha de agit-prop proselitista, barnizada con una discreta pasión sectaria. No es poco, pero tampoco es mucho, y admitirlo es mejor que hacerse ilusiones al respecto.

De poco sirvió que en esos años circularan también textos que hacían hincapié en la cuestión específica de la organización revolucionaria, desde el punto de vista de su subsunción en la lógica capitalista. En La organización como consecuencia de la práctica del grupo Imprimerie 34, en el Apunte sobre el 'problema' de la organización de Joe Jacobs, y en la carta Sobre la organización de Camatte y Collu, por citar sólo algunos ejemplos, esa cuestión aparece revestida con la suficiente complejidad como para que constituya un tema de investigación por derecho propio, imposible de zanjar con el recurso a fórmulas organizativas o declamaciones de cualquier tipo.

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No teniendo una práctica teórica propiamente dicha, y al no haberse propuesto seriamente articular la crítica radical con las luchas inmediatas de los explotados, era obvio que en cuanto se abriera una ventana de oportunidad, los militantes autónomos se reagruparían para agitar el único contenido que tenían a mano y que en ese momento parecía capaz de suscitar interés en el campo del activismo universitario y en los ambientes contraculturales: la falsa dicotomía marxismo-anarquismo. Esa agitación, ciertamente, no se refería a ninguna lucha inmediata del proletariado, y estaba lejos de apuntar hacia el desarrollo de una teoría revolucionaria propiamente tal, pero ofrecía las ventajas que puede ofrecer cualquier activismo vehemente en medio del clima de expectación residual dejado por la lucha estudiantil en retirada. Aunque esa campaña "contra la falsa dicotomía" atrajo a veces una atención considerable, no hizo mucho más que rematar esa dualidad identitaria doctrinal que de todas formas ya venía cayendo en desuso desde hacía tiempo. En cambio, hizo surgir inadvertidamente una nueva identidad, que en tal situación no podía más que ir enroscándose cada vez más sobre sí misma: la identidad de quienes creían estar protagonizando la superación de esas antiguallas ideológicas y fundando algo nuevo. No sorprende que en sus publicaciones insistieran en identificarse a sí mismos con fórmulas como "comunistas por la anarquía", "anarquistas por el comunismo" y otras parecidas; las que inevitablemente recuerdan al viejo epígrafe con que cada grupúsculo tercerainternacionalista se iguala a todos sus rivales, empeñándose en explicar "lo que le distingue" de los demás.

Todo eso, por supuesto, no tiene nada que ver con hacer surgir una verdadera teoría revolucionaria, ni con acercarse a ella, ni con crear las condiciones que la hagan posible. Y no era que faltasen ganas o perspicacia; faltaba el terreno en el que pudiera desarrollarse una pulsión teórica desilusionada de todo vestigio ultraizquierdista, y arraigada en el movimiento real de la contradicción social en proceso.

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Una vez que la dinámica proselitista y sectaria se ha puesto en marcha, es muy difícil que de ella surja espontáneamente un cuestionamiento de sus propios supuestos y de su función social. Es más probable que antes se extinga por agotamiento y falta de sentido, dado que las necesidades psicológicas que la energizan son de corto aliento y se satisfacen con muy poco, en realidad. Es, por eso mismo, una dinámica sujeta a un ciclo recurrente de crisis, fatiga y reactivación: cada vez que un grupo agota sus mecanismos de sujeción sectaria, su membresía se disipa -por lo general refluyendo hacia la depresión-, para que al cabo de un tiempo todo el ciclo recomience, esta vez bajo nuevas señas identitarias y habiendo introducido alguna novedad teórica -un nuevo autor o grupo al que reverenciar- que funciona como enganche para quienes creen ingresar en una práctica depurada de las antiguas limitaciones y vicios.

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